El cadáver todavía camina
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No es por sacrificar la actualidad del innoble Mayo que transcurre, y tomó un lugar digno entre varios de sus predecesores consagrados a los transcursos de la «dura amazona» Libertad, reducida ya a vieja trotona, por lo que nos ocuparemos una vez más del tema: proletariado y electoralismo.
En efecto, sin dar importancia alguna al pronóstico o a los sondeos estadísticos de los resultados, aquí desde hace más de treinta años rechazamos también esta última afirmada utilidad del índice cuantitativo de las fuerzas sociales, y por tanto sin intentar el frío bosquejo o admirar la pálida fotografía en números actuales, y del país italiano, enlazaremos en breves trazos las posiciones de un período histórico cuyas inmensas lecciones son inutilizadas en gran parte por el estado para observar a las masas que acuden – aunque con visibles y amplios reflujos de desconfianza y disgusto – a las urnas.
En 1892 en el Congreso de Génova se constituyó el Partido Socialista Italiano con la separación de los marxistas de los anarquistas. La polémica y la escisión reflejan de lejos la que puso fin a la Primera Internacional entre Marx y Bakunin, y como se dijo, entre autoritarios y libertarios. En un primer plano la cuestión se ve así: los marxistas están, en aquella época, por la participación en las elecciones de los organismos públicos administrativos y políticos, los libertarios están en contra. Pero el verdadero fondo de la cuestión es otro (ver los escritos de la. época de Marx y de Engels sobre España, etc.). Se trata de rebatir la concepción revolucionaria individualista para la cual no se debe votar con el fin de «no reconocer» con ese acto al Estado de los burgueses, con la concepción histórica y dialéctica de que el Estado de clase es un hecho real y no un dogma que baste con cancelar, más o menos ociosamente, por la propia «conciencia», siendo históricamente destruido sólo por la revolución. Es éste por excelencia un hecho de fuerza (decía Engels ¿existe algo más autoritario que la revolución?) y no de persuasión (y aún menos de recuento de opiniones), de autoridad y no de libertad, que no será tan ingenua como para lanzar al vuelo a los individuos autónomos como a una jaula de pichones, sino que construirá la potencia y la fuerza de un nuevo Estado.
De manera que, en esta contienda entre aquellos que querían entrar en los parlamentos y aquellos que querían quedarse fuera (pero como corolario de errores mucho más graves incitando a los proletarios a negar el Estado de clase, el partido político de clase, y finalmente la organización sindical), eran los socialistas marxistas y no los anarquistas antielectoralistas y antiorganizadores los que negaban la burla burguesa de la libertad, base del engaño de la democracia electiva. La recta posición programática era la de reivindicar no tanto la «conquista» formal «de los poderes públicos», sino la futura «conquista revolucionaria del poder político», y vanamente el ala derecha posibilista y reformista trató de encubrir la fórmula lanzada por Marx desde 1848: ¡Dictadura de la clase obrera!
La burguesía europea ampliamente avanzada en el campo de las reformas sociales y de seductoras invitaciones de colaboración a los dirigentes sindicales y parlamentarios de los obreros, entra en el circuito explosivo del imperialismo, y en 1914 estalla la primera guerra mundial. Una ola de extravío asalta a los socialistas y a los trabajadores, que incluso habían proclamado en la vigilia, en Stuttgart y Basilea, que se habría contrapuesto a la guerra la revolución social. Los traidores comienzan a medir la catastrófica situación que arrolla decenios de rosadas ilusiones, no con el metro del marxismo proletario, sino con el de la libertad burguesa, cuyos clamores más altos se elevan cada vez que la causa y la fuerza de nuestra revolución se arrodilla.
La existencia de Parlamentos y del derecho al voto es invocada como patrimonio asegurado al proletariado que debe defenderlo permitiendo que le encuadren y le armen en el ejército nacional: y así los trabajadores alemanes estarán persuadidos para hacerse matar para acabar con el peligro zarista, y los occidentales contra el espectro kaiserista. El Partido Socialista Italiano tuvo la ventaja de un lapso de tiempo para decidir antes de acceder a la unión nacional: rechazó decididamente cuando el Estado italiano habría debido seguir a los alemanes en alianza política, refugiándose en la formula de la neutralidad (insuficiente, como declaró el ala revolucionaria aún antes del mayo relampagueante de 1915) y supo luego resistir a la oposición cuando la burguesía bajó «al campo de la libertad» atacando a Austria.
En 1919 la guerra había acabado, con la victoria nacional y con la liberación de las ciudades «irredentas», pero después de un inmenso sacrificio de sangre y con el arrastramiento inevitable de convulsiones económicas y sociales: inflación, crisis de producción, crisis de la industria de guerra. Dos potentes resultados históricos son adquiridos y evidentes ante las masas y su partido. En el campo interno se ha visto la antítesis existente entre los postulados de democracia y nación, identificados con la guerra y con la masacre, y los postulados de clase y socialistas: los intervencionistas de todos los colores, desde los nacionalistas (luego fascistas) a los demomasones y republicanos, hayan o no hayan hecho la guerra, ansiosos de envolverse en la orgía de la victoria, enseguida enfriada por los azotes de los aliados imperialistas, son odiados justamente y escarnecidos por los trabajadores que los echan fuera de las plazas a las que van decididos a la lucha. En el campo internacional la revolución bolchevique ha dado de hecho el polo opuesto a la teoría de la revolución demoburguesa y anarquista: entre tanto se puede llegar a la victoria, en cuanto nos liberemos radicalmente de errores, ilusiones y escrúpulos de democracia y libertad.
Y entonces se abre la incertidumbre ante el gran partido batido por los intervencionistas en mayo de 1915. Por la vía democrática es fácil obtener una poderosa revancha numérica. Mucho más dura es otra vía que se afronta fundando un partido revolucionario, eliminando a los socialdemócratas a la Turati, Modigliani y Treves, aunque salvados de la deshonra del socialpatriotismo, organizando la toma insurreccional del poder, que entre tanto se considera posible en toda Centroeuropa, en los territorios de los imperios derrotados.
En la situación de 1892 no existía antítesis entre la vía revolucionaria y la de la actividad electoral, no teniendo la primera otro lugar histórico más que el claro programa de partido, no la maniobra de acción.
Un grupo avanzado de los socialistas italianos en el Congreso de Bolonia sostuvo que en 1919 la antítesis estaba abierta. Tomar el camino de las elecciones equivalía a cerrar el camino a la revolución. La perplejidad de la burguesía era evidente, pues no quería, en su mayoría de entonces, prevenir la guerra civil con iniciativas de fuerza, y con Giolitti y Nitti invitaba a los obreros a entrar en las indefensas fábricas y a las 150 señorías del PSI a volcarse en Montecitorio (Parlamento italiano): ¡Aunque se cantase en ambos recintos Bandiera Rossa!
No fue posible frenar el entusiasmo por la campaña electoral, y hacer valer la previsión, históricamente confirmada, de que su efecto, sobre todo en cuanto afortunada, habría hecho perder todo lo ganado con la vigorosa campaña de desvergüenza de la «guerra democrática», con el entusiasmo con el que los trabajadores italianos, fuertemente alineados y solos en el frente de clase, habían acogido la toma del poder por los Soviets rusos y la dispersión de la Asamblea democrática nacida muerta.
Mussolini, que nos había traicionado en 1914, pasándose al frente opuesto con los autores de la intervención democrática e irredentista, autor – ¡Ojalá lo hubiese hecho antes! – de una iniciativa de fuerza de la burguesía nacional para sofocar a los órganos proletarios – fue ridiculizado en las elecciones, y la borrachera siguió su irresistible curso.
En 1920, echándose las bases del partido comunista en Italia dividido por los socialdemócratas, la Internacional de Moscú consideró que aquella antítesis entre elecciones e insurrección no existió, en el sentido de que los partidos comunistas sólidamente estables, más allá de la línea de división entre las dos Internacionales, pudiesen considerar aún útil el empleo de la acción en el Parlamento, para hacer saltar por los aires el Parlamento mismo, y por tal vía enterrar el parlamentarismo. La cuestión planteada demasiado genéricamente era difícil, y todos los comunistas italianos se sometieron a la decisión del II Congreso de Moscú (junio de 1920) estando clara la solución: en principio, todos contra el parlamentarismo; en táctica, no es necesario establecer ni la participación siempre y en todas partes, ni el boicot siempre y en todas partes.
Los pareceres de la mayoría significan muy poco ante los testimonios de la historia. Una tal decisión, y su aceptación general en Italia, no quitan nada a la recordada antítesis de 1919: elecciones con un partido híbrido de revolucionarios como mucho en lenta vía de orientación y de socialdemócratas bien decididos – o la ruptura del partido (octubre de 1919, era el momento; en enero de 1921 fue tarde) y preparación para la conquista del poder revolucionario. Es indiscutible que Lenin hizo poco bien parangonando la posición de los socialistas antibélicos en Italia, en la posguerra de un Estado desde hacía tiempo democrático, y victorioso, con la de los bolcheviques en Rusia en las Dumas zaristas durante las guerras perdidas. Pero no menos indiscutible es que Lenin vio a tiempo la antítesis histórica planteada por nosotros y confirmada en el futuro.
En el famoso libro sobre «El extremismo enfermedad infantil del comunismo» – en el que la tendencia de la izquierda no es despreciada como pueril, sino considerada como elemento de crecimiento del comunismo, contra el derechismo y el centrismo, elementos de senilidad y descomposición, que contra la desesperada lucha de Lenin y después de haberle roto el cerebro triunfaron- en aquel texto tan explotado por los maniáticos del método electoral, Lenin se expresaba así sobre la lucha en el partido italiano; son los únicos pasajes:
Nota del 27 de abril de 1920:
«He tenido muy pocas posibilidades de conocer el comunismo «de izquierda» en Italia. Indudablemente la fracción «de los comunistas boicoteadores» («comunistas abstencionistas» – en italiano en el texto) están equivocados, al propugnar la no participación en el parlamento pero me parece que en un punto tienen razón, por lo que se puede juzgar de dos números del periódico ‹II Soviet› (números 3 y 4 del 19 de enero y 1 de febrero de 1920)… Es decir, en sus ataques a Turati y a los que piensan como él, quienes permanecen en un partido que ha reconocido el poder de los Soviets y la dictadura del proletariado, y siguen siendo miembros del Parlamento y prosiguen su vieja y dañosísima política oportunista. Tolerando esto, el compañero Serrati y todo el Partido Socialista Italiano cometen un error, que amenaza con el mismo peligro y grave daño que en Hungría, donde los señores Turatis húngaros sabotearon desde su seno el Partido y el poder soviético. Esta falsa actitud, inconsecuente y falta de carácter hacia los diputados oportunistas, produce por una parte el comunismo ‹de izquierda›, y por otra justifica hasta un cierto punto su existencia. Serrati se ha equivocado cuando acusa a Turati de «incoherencia», mientras que incoherente es precisamente el Partido Socialista Italiano, que tolera a parlamentarios oportunistas como Turati y compañía».
A continuación está el «Apéndice», con fecha 12 de mayo de 1920.
«los números anteriormente citados del periódico italiano «II Soviet» confirman plenamente lo que he dicho en este opúsculo sobre el Partido Socialista Italiano».
A continuación sigue la cita de una entrevista de Turati al «Manchester Guardián», que evoca disciplina en el trabajo, orden y prosperidad para Italia.
«Seguro, el corresponsal del periódico inglés ha confirmado en el mejor modo, que los compañeros del periódico ‹II Soviet› tienen razón exigiendo que el Partido Socialista Italiano, si quiere estar realmente por la Tercera Internacional, expulse de sus filas cubriéndoles de vergüenza, a los señores Turati y consortes y se convierta en un partido comunista, tanto por su nombre como por sus acciones».
Está claro pues que el problema principal es la eliminación de los socialpacifistas del partido del proletariado; cuestión secundaria es la de si éste deba o no participar en las elecciones, tanto en el pensamiento de entonces de Lenin como en los sucesivos debates y tesis sobre el parlamentarismo del II Congreso, de poco después.
Pero para nosotros hoy está también claro lo que defendimos entonces: que la única vía para conseguir el traspaso de las fuerzas al terreno revolucionario pasaba por un enorme esfuerzo para liquidar, nada más acabar la guerra, la tremenda sugestión democrática y electoralista, que demasiadas saturnales había celebrado ya.
La táctica deseada por Moscú fue seguida por el partido de Livorno, disciplinado e incluso comprometidamente. Pero desgraciadamente, la subordinación de la revolución a las corruptoras instancias de la democracia estaba ya en curso internacional y localmente, y el punto de encuentro leninista de los dos problemas, además de su peso relativo, se revelaron insostenibles. El parlamentarismo es como un engranaje que sí se agarra por una extremidad tritura inexorablemente. Su empleo en épocas «reaccionarias» defendido por Lenin era proponible; en épocas de posible ataque revolucionario es una maniobra en la que la contrarrevolución burguesa gana demasiado fácilmente la partida. En diversas situaciones y bajo mil épocas, la historia ha demostrado que no puede encontrarse mejor engaño y desviación contra la revolución que el electoralismo.
Desde la concesión a la táctica parlamentaria, con aplicación totalmente destructiva se deslizó poco a poco a posiciones que recordaban a las de los socialdemócratas. A estos, se les propusieron alianzas donde podían conducir a una mayoría de escaños, y ya que no tenía sentido valerse de este peso numérico sólo para realizar una oposición platónica y hacer caer a ministros, surgió la otra mal augurada fórmula del «gobierno obrero».
Estaba claro que se volvía hacia la concepción del Parlamento como vía para establecer el poder político de la clase obrera. Los hechos probaron que en la medida en que esta ilusión histórica resurgía, se volvía a descender de todas las posiciones antes conquistadas. De la destrucción del Parlamento con todos los otros engranajes del Estado por medio de la Insurrección, se había pasado a la utilización del Parlamento para acelerar la insurrección. Se recaía en la utilización del Parlamento como medio para llegar con la mayoría al poder de clase. El cuarto paso como estaba establecido claramente en las tesis que la Izquierda presentó en Moscú en 1920, 1922, 1924, 1926, fue el de pasar del parlamento como medio al parlamento como fin. Todas las mayorías parlamentarias tienen razón y son sagradas e inamovibles, aunque estén en contra del proletariado.
Turati mismo no lo hubiera dicho nunca; pero lo dicen a cada hora los «comunistas» actuales y lo inculcan muy profundamente entre las masas que les siguen.
Si recordamos estas etapas una vez más, es para establecer el estrecho lazo entre cada afirmación del electoralismo, parlamentarismo democracia y libertad como una derrota, un paso atrás del potencial revolucionario de clase.
El retroceso tuvo su complemento sin necesidad de velos, cuando en situaciones de asalto mortal el poder del capital tomó la iniciativa de guerra civil contra los organismos proletarios. La situación se había invertido en gran parte por el trabajo de la burguesa liberal y de los socialistas democráticos y de la misma derecha unida en nuestras filas, como Lenin decía para Hungría. En Alemania fueron los partidos esbirros los carniceros de los comunistas revolucionarios, en Italia no sólo favorecieron las falsas retiradas de Nitti y Giolitti, sino que dieron paso a la preparación de las abiertas fuerzas fascistas, usando para tal efecto magistraturas, policía, ejército (Bonomi) para contraatacar cada vez que las fuerzas ilegales comunistas (solas y en pleno pacto de pacificación firmado por aquellos partidos) conseguían éxitos tácticos (Empoli, Prato, Sarzana, Foiano, Bari, Ancona, Parma, Trieste, etc.). Que en estos casos los fascistas, al no poder hacerlo solos, masacraron a los trabajadores y a nuestros compañeros con la ayuda de la fuerza del Estado constitucional y parlamentario, y que se quemasen periódicos y sedes rojas, no constituyó el máximo escándalo: este estalló cuando la tomaron con el parlamento y asesinaron, ahora ya «post festum», al diputado Mateotti.
El ciclo había concluido. Más no el parlamento por la causa del proletariado, sino el proletariado para la causa del parlamento.
Se invocó y proclamó el frente general de todos los partidos no fascistas por encima de las diversas ideologías y de las diversas bases de clase, con el único objetivo de unir todas las fuerzas para derrocar al fascismo, hacer resurgir la democracia, y volver a abrir el parlamento.
Otras veces hemos reexpuesto ya las etapas históricas: el Aventino, en el que participó la dirección de 1924 de nuestro partido, pero del que debió retirarse por la voluntad del partido mismo que sólo por disciplina había soportado las directrices que prevalecieron en Moscú, pero todavía conservaba intacto su precioso horror, nacido de miles de luchas, a toda alianza interclasista; luego la larga pausa y la ulterior marcha a la emigración, hasta la política de liberación nacional y la guerra partisana como hemos explicado otras veces, el uso de medios armados e insurreccionales nada quitaba el carácter de oportunismo y traición de una política tal. No seguiremos aquí toda la narración.
Desde antes del fascismo italiano y de la otra guerra teníamos bastantes argumentos para defender que en el occidente de Europa, jamás el partido proletario debía acceder a acciones políticas paralelas con la burguesía «de izquierda» o popular, de las que desde entonces se han visto las más impensadas ediciones: masones anticlericales primero, luego católicos democristianos y frailes de convento, republicanos y monárquicos, proteccionistas y librecambistas, centralistas y federalistas, etc.
En contra de nuestro método que considera todo movimiento «a la derecha» de la burguesía, en el sentido de arrancarles la máscara de las ostentadas garantías y concesiones, como una previsión verificada, una «victoria teórica» (Marx y Engels) y por lo tanto una ocasión revolucionaria útil, que un partido rectamente preparado debe acoger no con luto sino con alegría; está el método opuesto para el que en cada una de aquellas curvas se desmoviliza el frente de clase y se corre para salvar, como precioso tesoro, todo lo que ha desmantelado y desdeñado la burguesía: democracia, libertad, constitución y parlamento.
Dejemos pues la polémica doctrinal, proponible sólo en las confrontaciones con los antimarxistas declarados, y veamos donde ha conducido aquel método rechazado por nosotros, ya que al mismo con el concurso de tantas fuerzas y de tantos cómplices, el proletariado, europeo e italiano, ha sido atado y clavado.
Resistencias nacionales, guerra de los Estados orientales y occidentales en el frente democrático, frenazo a los alemanes en Stalingrado, desembarco en Francia, caída de Mussolini y colgamiento por los pies, caída de Hitler. El correo de la democracia, al que los proletarios nada han negado: ¡sangre y carne, trama de clase de su atormentado movimiento de hace un siglo, está a salvo! Gracias sobre todo a los ejércitos de América, ella está a salvo para siempre: ¡Libertad, Democracia y constitución electiva! ¡Todo ha sido arriesgado y dado por ti, Parlamento, templo de la civilización moderna, y, cerrados los umbrales del templo de Jano, tenemos la alegría de volver a abrir los tuyos! Un poco anhelante la humana civilización vuelve a tomar su camino generoso y tolerante, se compromete a ahorcar a la gente sólo por el cuello, vuelve a consagrar la persona humana que por necesidad había sido material idóneo para hacer tortillas con las bombas liberadoras: si históricamente todos estos apologetas tenían razón, el peligro de la Dictadura ha terminado, y desde hoy hasta el fin de los siglos no veremos algo tan terrible como para pensar en estar sin diputados y de prescindir de las cámaras parlamentarios. De Yalta a Potsdam, de Washington a Moscú, de Londres a Berlín y a Roma todo esto sucedía en mayo -¡siempre en mayo! – de 1945, totalmente solar y seguro.
¡Oigamos pues lo que dicen los mismos sujetos, y los transmisores de los mismos centros, en este mayo de 1953, no tan lejano pues, pero «quantum mutatus ab illo!». Todo estaba a salvo entonces, con el acuerdo de todos. Ahora al oír a cada uno de ellos todo puede perderse aún, todo debe empezarse de nuevo.
¡Admitamos pues al menos, que en 1922–45 nos han arrastrado en un método idiota y hediente!
Limitamos la demostración a las formaciones electorales italianas, previa aplicación de la máscara antigás.
Sustancialmente hay tres grupos en lucha, si dejamos aparte la tímida reaparición de los fascistas, que tenían todo el derecho a ser valorados, un hecho histórico cualificado como cualquier otro pero que con la papeleta en la mano en lugar del garrote representan la puerca figura de ser los más democráticos. Y efectivamente el democrático con más carácter en cada época es el que recita la parte de la víctima de las persecuciones de estado y las represalias de la policía. Libre apología del garrote, obteniéndose, ¡ahí va! con papelucho de voto. Son pues tres los grupos en los que se ha roto el frente antifascista y el bloque de liberación nacional – primer gobierno tras la caída de Mussolini. Tres grupos que se hermanaron en la recíproca certeza – y se dieron aval recíproco de que eran semejantes en la guerra santa, en la cruzada mundial contra las dictaduras. Ahora bien, escuchemos el juego de palabras de los portavoces y de los periódicos, aunque sea en tres o cuatro choques, porque no se consigue resistir más. Cada uno de los tres sectores pide votos con un único argumento; los otros dos personalizan el «peligro de dictadura».
Según la parte monárquica, que rechaza la definición de derechas, y se afirma democrática y constitucional sobre las tradiciones gloriosas de la época giolittiana que no duda en hacer chistes anti-vaticano, está claro que los comunistas dirigirán el país, si vencen, con la dictadura roja y por tanto mandarán al parlamento a freír espárragos. Pero no menos virulentos son cuando tildan de engañosa, policiaca y reaccionaria, a la democracia cristiana que, con sus aliados menores dirige Italia de nuevo bajo el despotismo de clérigos con gorro frigio. Por lo tanto, también aquellos ven en De Gasperi una amenaza al parlamento, que será sustituido por el concilio de los obispos, sustituyendo las elecciones por la comunión en la plaza.
Según la izquierda comunistoide, no es necesario explicarlo, no sólo los monárquicos preparan, ni más ni menos que un nuevo fascismo y absolutismo, sino que el centro democristiano es un agente de la dictadura de América y al estar lleno de maldad es peor que la milicia de Benito. Lo que, en cuanto es verdad, ha sido posible sólo por gracia de la política de bloque antifascista y de liberación nacional que ha hecho acoger «military police» y policías nacionales con los brazos abiertos, y con el inmediato desarme sobre la orden de los «generales» de pasillo de las «brigadas» obreras, apenas expulsados los fascistas y los militi republichini.
Los democristianos y aliados, bombardeadísimos por las dos partes como personalizadores seguros del totalitarismo de mañana y del nuevo veintenio, y sobre todo envueltos en la acusación de traidores de la democracia con la enorme crueldad de la campaña sobre la ley fraude, se dicen nada menos que los salvadores de la amenazada Italia, libre de dos adversarios, y convergentes con el rechinar de dientes, ferocísimos totalitarismos: el neofascista por un lado, el comunista por otro, pintado con los trazos del pasado hitlerismo y mussolinismo, éste con las connotaciones actuales de sovietismo de Rusia ultraestatal y ultradespótico.
Así se ha desarrollado el ciclo. Punto de partida: leal alianza entre tres grupos igualmente fervientes amigos de la libertad para anular la Dictadura y la posibilidad de toda Dictadura. Muerte de la Dictadura Negra.
Punto de llegada: elección entre tres vías, cada una de las cuales conduce a una nueva dictadura más feroz que las otras. El elector que vota no hace más que elegir entre la Dictadura roja, la blanca y la azul.
Dos métodos se declaran aquí históricamente en bancarrota, bajo todos los puntos de vista, pero sobre todo bajo el de la clase proletaria que es el que nos interesa a nosotros. El primer método es el del empleo de los medios legales, de la constitución y del parlamentarismo con un amplio bloque político con el fin de evitar la Dictadura. El segundo es el de conducir la misma cruzada y formar el mismo bloque sobre el terreno de la lucha con las armas, cuando la dictadura está gobernando, con el solo fin democrático. Los problemas históricos de hoy los resuelve no la legalidad sino la fuerza. No se vence la fuerza más que con mayor fuerza. No se destruye la dictadura más que con una dictadura más sólida.
Es decir muy poco, que esta puerca institución del parlamento no nos sirve a nosotros. Ya no le sirve a nadie.
Todas las alternativas alabadas y hechas por los tres frentes para asustar no tienen consistencia. Donde una de las fuerzas componentes prevaleciese, se escindiría enseguida y una gran parte de sus efectivos elegidos, pasaría al centro burgués atlántico y americano. Los monárquicos no son ningún misterio. Los llamados comunistas lo dicen menos abiertamente, pero sería la desembocadura inevitable de su eventual logro de mayoría que aparece imposible.
Poco cambiarán los efectivos de aquellos que se aterran «a otro banquete de cinco años» del que a los electores no les faltarán migajas.
Cuando la crisis Matteotti dijimos que se trataba de un movimiento sindical-corporativo de los diputados de profesión, que veían en peligro privilegios y prebendas y recurrían a la huelga.
Lo mismo decimos de la «histórica batalla» contra la «ley-fraude». La elección no sólo es de por sí un fraude sino que lo es tanto más cuanto más pretende dar, paridad en peso a cada voto personal. Todo el guiso lo hacen en Italia unos pocos miles de cocineros, subcocineros y pinches, que aborregan en lotes y «a medida» a los veinte millones de electores.
¡Si el Parlamento sirviese para administrar técnicamente alguna cosa y no sólo para atontar a los ciudadanos, sobre cinco años de máxima vida no le dedicaría uno a las elecciones y otro a discutir la ley para su constitución! ¡Hechas las cuentas de las horas de vocinglería, se dedican más de dos quintos! ¡Esta sociedad desinflada no es más que un fin en sí misma, y los pueblos que se han hecho matar para volver a ponerla en pie, han sido estafados en más del veinte por ciento de su parcelita de soberanía! Ahora ya muchos votan en el otro mundo. Si los parlamentarios de todas las fracciones burguesas se ríen del principio democrático, no se ríen menos los falsos comunistas. Esto, no porque retornen mínimamente a posiciones de clase y de dictadura después de la bancarrota y del blocardismo por libertad. Y efectivamente ellos recalcan el mismo camino, disimulando toda connotación de partido, y vuelven a edificar un bloque del sano pueblo italiano, de los iluminados y de los honestos, no sólo con la disminuida alternativa Nenni, que en el fondo promete lo que nosotros habíamos dicho: dadnos acceso al parlamento y gobernaremos con vosotros y como vosotros; pero suscitan todo un alineamiento de flanqueadores sosos, a los que la inexorable decrepitud y arteriosclerosis les ha impedido asociar los nombres más burgueses de la política: Bonomi, Croce, Orlando, Nitti, De Nicola, Labriola y similares…
Y están tan alineados pensando lejanamente en remontar el bajón, que no sólo son los más ardientes invocando legalidad y constitucionalidad, cuando reivindican contra De Gasperi al que consideran «austríaco» (la burguesía austríaca puede enseñar como se administra sin robar, a la italiana) la tradición de mayo de 1915, de la guerra por la democracia y Trieste, sino que se desgañitan para definirse más nacionalistas y patrioteros que nadie. No es sólo el coherente y respetable Turati el que podría volver con la cabeza alta, sino también el Mussolini de 1914, maestros de aquellos por haber sabido traicionar al proletariado con la democracia, y la democracia por la dictadura.
El enviado de un periódico londinense ha descrito una escena, a la que jura haber asistido con sus mortales ojos, muy sano de mente y libre de humos de drogas, en un valle del misterioso Tíbet.
En las noches de luna el rito reúne a personas, quizá millares, y los monjes vestidos de blanco, que se mueven lentamente, impasibles, rígidos entre largos llantos, pausas y reiteradas peticiones. Cuando forman un amplísimo círculo se ve algo en el centro: es el cuerpo de uno de sus compadres tendido boca arriba en el suelo. No está encantado o desmayado, está muerto; no sólo por la absoluta inmovilidad que la luz solar revela, sino porque el hedor a carne descompuesta, con un cambio de la dirección del viento llega hasta la nariz del aterrorizado europeo.
Después de dar vueltas y cantar ampliamente, y después de otras peticiones incomprensibles, uno de los sacerdotes abandona el círculo y se acerca a los restos mortales. Mientras continúa el canto incesante él se echa sobre el muerto, se tiende sobre él adhiriéndose a todo su cuerpo, y pone su boca viva sobre aquella que está en descomposición.
La petición continúa, intensa y vibrante y el sacerdote levanta el cadáver bajo las axilas, lo vuelve a levantar y lo mantiene ante si en posición vertical. No cesa el rito y el llanto; los dos cuerpos comienzan una larga vuelta, como un lento paso de danza, y el vivo mira al muerto y le hace caminar frente a sí. El espectador extranjero mira con pupilas desmesuradamente abiertas; es el gran experimento de revivificación de la oculta doctrina asiática el que se pone en práctica. Los dos caminan continuamente en el círculo de los orates. En un lapso de tiempo no hay ninguna duda: en una de las curvas que describe la pareja, el rayo de la luna ha pasado entre los cuerpos que deambulan: el del vivo ha relajado los brazos y el otro, por sí sólo, se sostiene y se mueve. Bajo la fuerza del magnetismo colectivo, la fuerza vital de la boca sana ha penetrado en el cuerpo descompuesto, y el rito llega a su momento culminante: por momentos o durante horas el cadáver, rito puesto en pie, por su fuerza camina. Así de siniestramente, una vez más, la joven y generosa boca del proletariado potente y vital, se ha aplicado contra la putrefacta y maloliente del capitalismo, y le ha vuelto a dar con el estrecho e inhumano abrazo otro soplo de vida.