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VICISITUDES DE LA ITALIA DE LA POSGUERRA


Content:

Vicisitudes de la Italia de la posguerra
El «dualismo» del desarrollo económico
Vicisitudes del movimiento político y reivindicativo
Del oportunismo reformista al «centrista»
Notes
Source


Vicisitudes de la Italia de la posguerra

Italia, como España y Portugal, es actualmente uno de los países donde mayores son las contradicciones sociales. Pero, a diferencia de lo que se puede observar en Portugal, donde el régimen salazarista cayó hace poco, o en España, donde el proceso de eliminación de la superestructura política franquista sigue penosamente su curso, en Italia las contradicciones se desarrollan dentro del régimen que ha sucedido al fascismo hace más de treinta años (régimen instaurado gracias a la colaboración de los partidos «obreros»), precediendo en cierto sentido (y la lección no debe perderse) lo que, a escala acelerada, está sucediendo en aquellos dos países.

En realidad, a pesar de la afirmación contraria de los marxistas que colaboraron en la redacción de la Constitución republicana – como Terracini y Basso, por ejemplo, o Togliatti, que la definía como una Constitución «no burguesa» – Italia no resolvió, durante esa «necesaria» y «transitoria» fase democrática, ninguno de sus problemas sociales. Ni siquiera logró la prosaica ambición de alcanzar el nivel de los otros países más modernos, que han sofocado las contradicciones sociales con los frutos de la política imperialista. No se puede ser impunemente un «imperialismo haraposo» y al completo servicio ajeno.

Es verdad que el país conoció en aquella posguerra un desarrollo económico notable, con altos incrementos productivos, especialmente en los años 1958–1963, pero incluso el «milagro económico» no fue más que el reflejo del boom internacional en un terreno fértil (sobre todo por la disponibilidad de mano de obra barata), y contribuyó a acrecentar el desequilibrio interno, al sumergir al país en el torbellino del mercado internacional. En este ambiente es donde precisamente se acentúan las contradicciones – señal precursora de lo que acontecerá inevitablemente también en otros países –, determinados por el carácter «dualista» del desarrollo económico entre el sector de la industria que trabaja para el mercado mundial, con un alto nivel tecnológico, por una parte, y por otra el sector dedicado al mercado interior, con un bajo nivel técnico y una mano de obra abundante y mal pagada. A este último sector hay que añadir también la agricultura y el artesanado.

El «dualismo» del desarrollo económico

Este dualismo se refleja en el mercado de trabajo: mientras el «desarrollo» no absorbe en una medida notable el fuerte excedente de la fuerza de trabajo, crea sin embargo una demanda de fuerza de trabajo calificada, y obliga a los otros sectores de la economía a competir en una carrera desigual, provocando el alza general del coste del trabajo. Empieza así para la pequeña y mediana industria una carrera agotadora para poder desarrollarse, o simplemente sobrevivir.

Evidentemente, todos los economistas ponen de relieve el gran drama de la economía italiana: las «molestias» comienzan cuando el coste del trabajo en Italia empieza a aumentar, después de 1961. Se encuentran apresados en un círculo vicioso: en realidad, el coste del trabajo aumenta como consecuencia del aumento del ritmo productivo. El promedio anual de aumento del valor agregado en la industria manufacturera durante el periodo 1954–1961 es de 8 %, el de los salarios de 4,5 %. En 1961, la relación es de 10,3 % a un 4,4 % (mientras empieza a aparecer una diferencia entre los salarios previstos por los contratos y los salarios reales, porque el desarrollo obliga a los industriales a pagar aún más de lo fijado con los sindicatos, para estimular así una producción atizada por una fuerte demanda). De 1962 a 1965, la relación se invierte, para invertirse nuevamente, después de la crisis, entre 1966 y 1968, y aparece pues cada vez como el resultado de la relaciones que se instauran entre el capital y el trabajo sobre la base de la curva del desarrollo económico y de las posibilidades de salidas de la economía italiana en el mercado internacional. La economía emerge de cada período con un carácter acentuado de concentración de las fuerzas productivas y, por tanto, con una acentuación de la separación («dualismo») entre el gran capital (privado y estatal) y el pequeño, mientras el empleo permanece como un problema sin resolver. Esta peligrosa espiral no puede más que perpetuarse.

El desequilibrio entre los sectores, el empuje al «consumismo» en un ambiente en el que domina el subconsumo; la emigración masiva del sur hacia el norte del país, y del país entero hacia el extranjero; el éxodo rural, masivo también; todo esto, que se manifiesta inevitablemente en el plano político, no es una consecuencia de la falta de «desarrollo económico» ni de un «mal» desarrollo, sino la expresión del desarrollo capitalista, de su curso destructor en un terreno determinado y al interno de relaciones internacionales dadas. Es un absurdo pretender el desarrollo en este contexto y descartar sus reflejos contradictorios. Estos reflejos son los problemas que el poder político burgués intenta resolver.

Una vez destruida la primera ilusión «liberal», según la cual el desarrollo económico habría resuelto los problemas – ilusión compartida en gran parte por el bloque político oportunista con su teoría del «segundo Risorgimento» y la formación de una «verdadera» burguesía italiana –, el Estado dirigió su intervención hacia la reducción de la diferencia entre los diversos niveles del desarrollo industrial y entre los diversos sectores del mismo desarrollo.

En el plano económico, la intervención sistemática del Estado se desarrolló en Italia en varias formas: facilidades concedidas a las industrias privadas que invirtieran en las «regiones subdesarrolladas», y no solo en el sur (y todos los municipios exhibían con orgullo su pobreza para atraer las inversiones «que habrían de dar trabajo»); subvenciones y préstamos para las inversiones en el Mezzogiorno; constitución de empresas privadas con participación estatal que debían indicar la vía a las inversiones allí donde el capital privado no se aventuraba, haciéndose cargo de las inversiones de gran importancia que el capitalista privado asume muy difícilmente. Es así cómo el capitalismo italiano (y la burguesía misma) adquiere un carácter de «protegido», con vínculos de clientela cada vez más acentuados con su propio Estado. Y se quisiera obligar incluso al proletariado a entrar en esta lógica, exaltando las ventajas y las «garantías» de un sistema de este tipo.

Lo menos que se puede decir es que todo este montón de intervenciones, admirada incluso durante cierto período en el extranjero, no sólo alcanzó los objetivos políticos previstos, sino que acrecentó el desequilibrio y fortaleció el tristemente famoso «clientelismo». El iniciador de este «clientelismo» no fue en absoluto el poder ineficaz, sino el «heroico» y muy eficaz Mattei quien, reanimando una institución fascista, le aportó un dinamismo económico tanto menos escrupuloso cuanto que «todos los medios» – incluso la subvención a un sector entero de la prensa, la corrupción de periodistas, las entregas regulares de dinero a los partidos políticos – no pretendían fines personales y privados, sino que estaban sometidos al capital nacional.

En resumidas cuentas, la tendencia a corregir la economía mediante la intervención «social» ha agravado sus contradicciones, aunque haya podido atrasarías por un cierto período, y la lucha política en Italia es hoy, aún más que ayer, una lucha por el control de estas potentes palancas económicas.

La parte de todas las empresas públicas, comprendida la de los «servicios públicos» como los ferrocarriles, la electricidad, etc., paso de 19 % en 1961 a 49 % en 1972. En la sola industria, contando únicamente las empresas con participación estatal, o sea, sin los servicios del Estado, se pasó de 16 % a 31 %. Pero el número de empleos, en el mismo sector, sólo aumentó en 4 %.

El objetivo principal, la famosa industrialización del Mezzogiorno, acarreó en efecto un rebajamiento de las inversiones fijadas, pero los resultados fueron lo contrario de lo que se esperaba:

«La contribución de las empresas públicas en las inversiones globales en el Mezzogiorno se acrecentó de 15 a 26 %, pero el número de los empleos en la región sólo aumentó de 3 a 4,3 %, lo que indica una vez mas que sus actividades requieren un alto grado de capitalización»[1].

En otras palabras, es precisamente cuando el capital es «intensivo», eficaz, que la inversión no favorece el mayor empleo.

En el terreno específicamente político, se pusieron al orden del día las necesarias «reformas», suscitadas por el enorme retraso de la superestructura y de los «servicios sociales» respecto a los cambios de estructura. En particular, el problema de la vivienda fue afrontado inmediatamente después del final de la guerra, y las inversiones en este sector fueron más importantes que en otros países. Pero esto no impidió que los gastos de alquileres evolucionaran en fuerte alza, y que la crisis de la vivienda no estuviese determinada por la falta de «oferta», sino por la imposibilidad de la «demanda» de hacer frente a los precios del mercado. Sin embargo, fue en la construcción de escuelas, de hospitales y en todos los servicios sociales (o sea, donde domina necesariamente el «capital improductivo») donde las estructuras conservaron todo su retraso. Se encuentra rápidamente al culpable: no es el capitalismo en su conjunto, que tiene que descuidar este sector, a pesar de sus preceptos keynesianos, sino la formación política que ha administrado durante 30 años el capitalismo italiano, es decir, la Democracia Cristiana. Se propaga así una nueva ilusión reformista, según la cual con una gestión diferente, honrada, no clientelista, etc., se podrían realizar por lo menos las reformas mas urgentes. Este es el terreno en el que se encuentran todas las fuerzas políticas de izquierda que participaron en las últimas elecciones: menos (o ningún) poder a la Democracia Cristiana significaría, según ellas, la posibilidad de realizar las reformas y, al mismo tiempo, de «salir de la crisis».

Vicisitudes del movimiento político y reivindicativo

Veamos en algunos trazos los movimientos político y reivindicativo, el cual, en Italia, fue generalmente superior al de los otros países, lo que llevó a menudo a conclusiones políticas exageradas.

En particular después del período del «milagro», es decir, después de 1964, el movimiento reivindicativo conoció un impulso importante que culminó en 1969, con relación al hecho de que las premisas del mismo «milagro» se fundaban en los bajos salarios. La clase obrera golpeó pues con energía para obtener por lo menos una compensación por el daño padecido. Pero la dirección de los sindicatos, atenta desde entonces a no trabar las posibilidades de «desarrollo», logró impedir toda salida unitaria al movimiento reivindicativo, con la famosa estrategia de las luchas «articuladas», y subordinando los acuerdos a las posibilidades de los diferentes sectores, categorías y hasta regiones particulares.

La explosión de 1969, que se produjo después de la reactivación económica, fue esencialmente un ataque obrero contra este tipo de lucha sindical, aunque se mezclaron con él movimientos de otras capas, cada vez mas numerosas y sin perspectiva política propia, como la de los estudiantes, lo cual es un fenómeno común a los otros países capitalistas. Es a partir de ese entonces que se desarrollan movimientos políticos que quieren formar un movimiento revolucionario combinando los dos grandes empujes, el «contestatario» en la escuela y el reivindicativo obrero. En Italia, más que en Francia, la atención se vuelva hacia la clase obrera, y se abre paso una tendencia típicamente obrerista que, sin «transiciones» complicadas, quiere llegar al afrontamiento decisivo contra el poder partiendo de la lucha en las fábricas. A este corriente pertenece, entre otros movimientos, «Lotta Continua».

Otra componente, más política, refleja las dificultades encontradas por los grandes partidos obreros tradicionales para responder a los dos fenómenos más sobresalientes de aquellos años: la «contestación» estudiantil y – en parte – obrera, y la ruptura entre Rusia y China (con su «revolución cultural»). Es el gran momento del maoísmo, renovado – respecto a sus primeras manifestaciones «antirevisionistas» – en un sentido perfectamente stalinista, con su injerto de «revolución cultural» en Occidente. La escisión del «Manifiesto» del PC italiano madura con este nuevo «punto de referencia», y extrae de la historia de aquellos años la lección sobre la manera de injertar al movimiento obrero occidental una garantía anticentralizadora y «antiburocrática». El leninismo estaría así definitivamente liquidado por la Historia, aunque reciba sin embargo todas las «justificaciones» debidas a su época. «Avanguardia Operaia» también se sitúa en esta corriente, partiendo del trotskismo en sus versiones prochina y proestudiantil, para después hacer la experiencia, desarrollada desde luego con habilidad «práctica», de un cóctel «Lenin-Mao-movimiento estudiantil», en el que cambian periódicamente las dosis de las diversas componentes.

Desde el principio, lo que es común a todos estos movimientos es la enorme sobrevaloración, no sólo de sí mismos, sino también de la situación y de los años 1968–1969 en particular. Según ellos, entonces se habría abierto una brecha en el mundo capitalista, y al mismo tiempo habría aparecido una nueva vía para la emancipación de clase. Antes, el reformismo no habría podido, objetivamente, ser superado. En práctica, tenía pues una justificación histórica, lo que quiere decir también una utilidad histórica. Es solo entonces cuando se podría producir una ruptura para con él. La historia precedente se hunde en un pasado oscuro desprovisto de lecciones importantes para hoy. El mismo stalinismo recibe la absolución por el período precedente, y su función revolucionaria depende de la respuesta que sabe dar al movimiento, sobre todo al estudiantil. Es típico lo que escribía en 1972 Rossana Rossanda («Manifiesto», 14. 3. 72) acerca de cómo se había planteado la «cuestión Stalin» dentro del PC italiano después del XX Congreso y en la época de los acontecimientos húngaros: para no caer en un análisis «estérilmente trotskista» o «peligrosamente socialdemócrata», a los militantes (ella incluida, por supuesto)
«no les quedaba más remedio que apoyarse recíprocamente en la tempestad, dejarla pasar, contar con la habilidad de Togliatti (sic) y la fuerza de un partido que desde entonces estaba saliendo de los peores años de la reacción patronal».
Fueron necesarias la rebelión estudiantil y la revolución cultural en China para abrirles los ojos a esos confiados en Togliatti, y salvarles de la tentación del «trotskismo estéril». Fue necesaria después la perspectiva de un gobierno de izquierda para hacerles caer en los brazos del reformismo, del cual creían y creen haberse liberado. En medio de este continuo oscilar, que es función de lo Imprevisible, lo único fijo es la ausencia de una doctrina, de un análisis que no sea puramente coyuntural, de un cuadro unitario explicativo de los fenómenos. Lo demás es fluido y móvil, como las arenas movedizas.

Hay que añadir que, pasadas las primeras ilusiones, muchas correcciones fueron introducidas en los primeros análisis. En el fondo, queda sin embargó bien establecido que el movimiento actual de la clase obrera es revolucionario, que el reformismo ya no tiene su sitio en él, y que el proceso va objetivamente hacia la fundación de un partido revolucionario entendido cómo un «puchero» de las diferentes tendencias de la «corriente revolucionaria»; y el dignísimo coronamiento de este proceso ha sido la coalición electoral del PDUP, A.O. y L.C.

El problema del partido se les planteó a todos, después del reflujo de 1969: estaba claro, por lo menos, que sin una dirección política no efímera no era posible sacar nada de los acontecimientos, y todos los movimientos intentaron dar una respuesta a esta cuestión. Esta reflexión llega, en realidad, al nuevo descubrimiento, por parte de un movimiento completamente veleidoso, de la necesidad del reformismo. En todo caso, el reformismo ajeno (¡el reformismo siempre es ajeno!) aparece como un aliado y no como un enemigo, como antaño se había creído, máxime a nivel sindical, donde en 1969 habían surgido organizaciones autónomas respecto a las orientaciones generales de los sindicatos, dónde además la izquierda sindical oficial se puede identificar desde hace tiempo con los militantes del PDUP. A.O. comparte aquí también las posiciones del «Manifiesto», liquidando completamente su autonomía propia.

La historia reciente puede resumirse en el programa de «Democrazia proletaria»: la premisa de todo ulterior paso adelante en una dirección revolucionaria es la constitución de un «gobierno de izquierda», o sea PC-PS, en oposición al proyecto de estos dos partidos de formar un «gobierno de emergencia» con todos los partidos del arco constitucional (excluyendo únicamente al MSI fascista). Para ellos, seria una victoria que el voto en las elecciones lograse arrancar al PC italiano de su abrazo con la reticente Democracia Cristiana. Lo mejor seria para ellos un gobierno de izquierda con la participación de la misma «Democrazia Proletaria», cuyo parlamentarismo se halla pues llevado hasta la participación en el gobierno, que evidentemente se transformaría entonces en una «fase de transición» hacia el socialismo.

El gobierno de izquierda ya tendría también un programa, sugerido por nuestros héroes de la «Democrazia Proletaria» a sus futuros componentes (que se hacen el sordo), y está centrado en el problema de hacer cuadrar las inversiones con el empleo, de hacer salir a Italia de la OTAN sin caer en la dependencia de la URSS, de garantizar la «independencia nacional»… utilizando el presupuesto militar actual para hacer inversiones sociales, de encontrar nuevas salidas para las inversiones en los sectores hoy descuidados, cómo la agricultura y los equipos sociales, etc. Pero no es este el lugar para desarrollar la crítica de este programa reformista y burgués.

Del oportunismo reformista al «centrista»

Quedan algunas indicaciones por dar acerca de los cambios, bastante notables, ocurridos en la escena política italiana (y, por otra parte, también en otros países).

Con el final de la segunda guerra mundial, se ha abierto una fase social marcada por la colaboración de clase a la reconstrucción y al «renacimiento» del país. Evidentemente, es estúpido ver en el PC italiano al «culpable» de la situación (en las formaciones de izquierda en Italia corre la fábula según la cual en 1945 la alternativa era: colaboración o revolución; y se hubiese tratado entonces de convencer al PC stalinista de escoger la segunda vía en vez de la primera)[2]. El hecho objetivo era que la clase obrera había sido privada de su dirección revolucionaria internacional y – justamente por ello, y después de las sangrientas derrotas representadas por el fascismo, el nazismo y el stalinismo – se había dejado arrastrar en el abismo de la colaboración en la guerra imperialista. Si, como en la práctica todo el mundo lo admite, de los maoístas a los «trotskistas», no se trataba de hacer derrotismo revolucionario, sino de ayudar al frente antialemán, como sucedió con la orientación política tras la caída de Mussolini, es perfectamente obvio que no se entiende que el desarrollo revolucionario dependía, entre otras cosas, de la posibilidad de constituir un encuadramiento proletario contra todos los beligerantes, Rusia incluida.

Por ello, nuestro movimiento, mientras intentaba reunir sus miembros todavía esparcidos, proclamaba en su «Plataforma» (1945), antes del final de la guerra:

«La exigencia primordial en la situación mundial presente es la reunión, en un organismo político internacional, de todos los movimientos locales y nacionales que no tienen la menor duda ni vacilación en plantearse fuera de los bloques por la libertad burguesa y por la lucha antifascista en general, que son insensibles a todas las sugestiones de la propaganda de guerra burguesa en los dos lados del frente, que deciden reconstruir la autonomía de pensamiento, de organización y de lucha de las masas proletarias internacionales.»[3].

El no haber entendido entonces este punto, y no entenderlo tampoco hoy, a posteriori, significa no saber leer la realidad de la posguerra, nacida de este frente de clase contrarrevolucionario que entonces no se pudo ni siquiera debilitar. Las rupturas que tienen lugar en este frente poseen el más importante de los significados, y la capacidad de análisis depende de la importancia exacta que se sabe darles. Pero, a parte la cuestión de la existencia o no de fuerzas políticas adecuadas a esta tarea, esperar movimientos objetivos revolucionarios sin tener cuenta de la orientación real hacia la ruptura con las fuerzas colaboracionistas, es una ilusión pura y simple.

La «reconstrucción» del capitalismo a nivel mundial, casi exclusivamente trastornada por las luchas de emancipación nacional de los países avasallados por el imperialismo de Occidente, ha tenido sobre el encuadramiento proletario consecuencias aún más terribles que las que se podían prever en 1945. El trabajo de unos pocos, dirigido hacia la ruptura abierta del frente de la colaboración, se ha quedado sin eco. Lo han tenido más los habilidosos que saben colarse con medias verdades, y que se prefijan la eterna tarea de utilizar los organismos de colaboración de clase.

Pero en 1977 el problema esencial no ha cambiado en substancia: las energías tienen que emplearse en el reforzamiento de una organización que sabe que no tiene otros aliados fuera del proletariado en lucha en los otros países. Y esta conciencia elemental está dando apenas los primeros pasos.

Sin duda, en 1969, se abrió en Italia una fase diferente de la precedente: la de una destrucción lenta, trabajosa y sinuosa de los «modelos» impuestos: el «modelo» prosaicamente burgués del «bienestar» – que seria estúpido ignorar como base de un aburguesamiento a niveles tanto mas masivos cuanto que el desarrollo sin precedentes de la economía ha hallado a una clase obrera ideológicamente desarmada – y el «modelo» del oportunismo socialdemócrata y stalinista, pacifista (ante la burguesía), colaboracionista, ligado al destino de la economía nacional y, por consiguiente, de la «patria». A este «modelo» está ligado su variante de izquierda, o «centrista» (por lo menos en sus intenciones), que consiste en la «sabia» utilización de las organizaciones oportunistas, como un trampolín para la revolución. Este «modelo» refinado dice así: «No somos reformistas pero las reformas nos sirven para avanzar. Como el gobierno de izquierda, por ejemplo. Son las ‹casamatas›, las fortificaciones sobre las cuales se combatiría por la batalla final». No comprenden, los pobrecitos, que estas casamatas están dirigidas contra el movimiento proletario, «armado» sólo de palabras y de instituciones ajenas y que, además, tiene la ilusión de haber ya todo conquistado. Portugal y Chile son ejemplos trágicos en este sentido: los «revolucionarios» contaban con el apoyo de los reformistas en el gobierno que, como es lógico, los desarmaron. Así fue hundido el movimiento, y los obreros organizados por su propia cuenta fueron golpeados inexorablemente. La lección que ha de extraerse de ello deber ser aún más testaruda que nosotros, y valdría aún más para Italia porque este país se enorgullece de tradiciones obreras gloriosas, lo que también es cierto. Por eso las lecciones tendrían que ser más fácilmente aprendidas.

El reformismo en Italia desarmaba al proletariado aun en 1922, cuando el fascismo estaba en plena ofensiva. «Reconstruyó» esta Italia colaborando con los monárquicos y curas. Entrego, con su acuerdo, el país a los vencedores aliados, dueños del terreno, reclamando solo un poco de clemencia y, después, algunos dólares también. Está dispuesto más que nunca a desempeñar de nuevo su papel, ya que no conoce otro.

En Italia, como en todos los países burgueses, la vía que conduce hacia la revolución pasa por «casamatas» muy diferentes. Es esencialmente la vía de la reconstitución de un movimiento de clase autónomo respecto al reformismo, un movimiento que, aun en el terreno inmediato, no concede nada a las «garantías» ni a las instituciones democráticas, que han de ser destruidas. La formación de esta «casamata» es función de la radicalización efectiva de la lucha de clase: su tendencia a salir (y no a dejarse encerrar de nuevo) de la lucha por la «renovación» del aparato burgués de dominación; la reconquista de posiciones de defensa autónomas, como las viejas Bolsas del Trabajo, donde los problemas de los obreros vuelvan a ser los problemas del movimiento obrero de lucha de clase, y no los de la gestión de la sociedad burguesa.

A esta vía debe soldarse la otra que le está necesaria e indisolublemente ligada, y que condiciona aun la existencia no efímera de la primera: la vía de la reconstitución completa, tanto teórica como practica y organizativa, del partido internacional de clase del proletariado, templado en la dura prueba del tiempo.

Notes:
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  1. Los datos económicos han sido extraídos del libro de C. Podbielski, «Storia dell’economia italiana (1945–1974)», Bari, Laterza, p. 182 y cuadro 4. [⤒]

  2. Es instructivo lo que afirmaba un opúsculo de propaganda del GCR (IV Internacional) en noviembre de 1974 («Compromesso storico o governo operaio?») a propósito del hecho que el PC, en 1943–45, «escoge» (sic) el desarme de los guerrilleros, la reconstrucción del viejo ejército reaccionario, etc. Esto no le impide al mismo autor lamentarse de que el PC de hoy no intente «superar las divisiones actuales en el seno de la clase obrera, unificándola en torno a un programa de lucha anticapitalista, fundado sobre todas las necesidades de los trabajadores…»
    ¡El problema seria siempre el de hacer escoger al PC stalinista la vía revolucionaria! [⤒]

  3. Véase la Tesis 5, in «Per l’organica sistemazione dei principi comunisti», pp. 111–112, Ed. Programme, Milán. [⤒]


Source: «El Programa Comunista», № 25, Octubre de 1977 – Enero de 1978

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