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¡MUERTE AL VIEJO Y AL NUEVO «CONTRATO SOCIAL»!


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¡Muerte al viejo y al nuevo «contrato social»!
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¡Muerte al viejo y al nuevo «contrato social»!

En la doctrina política corno en la doctrina económica de la burguesía, «el principio era Robinson» – el individuo libre y soberano, dueño de su cuerpo y de su mente, artífice de su destino, pequeño e inerme como entidad física, pero elevado por encima de una existencia salvaje y convertido en célula seminal de un armónico consorcio humano gracias a la posesión de una chispa de conciencia, la misma chispa de conciencia «encendida en cualquier organismo (en el saludable corno en el desgastado, en aquel que tiene armónicamente satisfechas a sus necesidades como en el atormentado por ellas) con la misma equidad providencial por una indefinible divinidad que dispensa la vida».[1]

El hecho que, para ser verdadera, la libertad de Robinson presuponga la presencia oscura, lógicamente contradictoria y socialmente embarazosa, de un Viernes que no es libre ni soberano y todavía menos su igual, no turba, no digamos la conciencia de la clase dominante (que, ética o intelectualmente, no le ha trastornado nunca el sueño), sino su sano instinto de conservación. Para ella, esa presencia es un hecho natural, y lo natural es menos discutible que Dios – es Razón. Análogamente, para los burgueses no ha sido nunca un rompecabezas lógico ni siquiera el hecho misterioso que la libertad de Robinson trascienda en la volonté générale, y que ésta, que es sin embarco una suma de voluntades particulares diversas, se reencuentre sobre un plano más elevado y se complazca; ellos, aunque no lo digan – o más bien protesten si lo dice Marx – saben que «el pensamiento dominante de una época es el pensamiento de su clase dominante» y que, aunque no fuese así, no es la opinión e la idea quien amenaza los fundamentos del orden constituido (el mejor, por definición, de los posibles ordenes), sino solamente la fuerza.

La ideología democrática del «contrato social», herética y subversiva hacia el exterior, esto es, con relación al orden feudal o de la monarquía absoluta de derecho divino, es estática y conservadora hacia el interior, es decir, en relación con el orden politice y social apoyarlo sobre la forma de producción capitalista y sus relaciones correspondientes: esa ha dado a la orgullosa época moderna la certeza de la armonía preestablecida entre los Robinson, los patrones por la gracia y la voluntad de las luces, y los Viernes, siervos por le gracia y la voluntad de las tinieblas. Puede ser inconsistente desde el ángulo de la especulación abstracta: está de pie en base a realidades concretas. En casi des siglos de historia, la voluntad (y opinión) general interpelada ha dicho regularmente si al orden constituido burgués: de las urnas, el dominio de la clase dominante ha recibirle siempre una sanción como ningún monarca o feudatario hubieran soñado recibir, la sanción de su supervivencia con el consentimiento de los dominados.

Sin embargo, esto no eliminaba en los hechos la presencia socialmente incómoda y embarazosa del personaje Viernes; o sea, de una clase diversa; o sea, de una condensación de antagonismos objetivos en conjuntos de individuos tendencialmente en ruptura con la volonté générale; o sea, de una fuerza tendencialmente rebelde a los sagrados cánones del pensamiento. La armonía dinámica del «contrato social» de Rousseau fue el primer requisito del asalto revolucionario al orden precapitalista, y continuaba, como continúa siendo, condición y efecto e la vez del funcionamiento normal de la sociedad basada en el trabajo asalariado: pero de todas maneras la historia – que, como es de notoriedad pública, es la historia de la Idea – ha preparado y depuesto en el arsenal del dominio burgués una ideología de repuesto, repudiada con tenacidad por ser heterodoxa, siempre viva y vigorosa porque os complementaria de la primera, siempre actual porque es románticamente despreocupado: la de una armonía estática o, como hubiera preferido llamarla papá Hegel, orgánica, no articulada en individuos sino, para no emplear la horrible palabra «clases», en órdenes o capas; la que no culmina más en la volonté générale y sus instituciones representativas conexas, o en la Nación y sus respectivos templos, sino en el Estado, encarnación suprema de la Idea. En está ideología oficiosa y marginal, la igualdad, la libertad y (en perspectiva) la hermandad de los individuos aislados y soberanos, subsisten sólo en cuanto mediatizadas por un escalafón ascendente y jerárquico de corporaciones – bestia negra para la burguesía naciente – mediatizados a su vez por el organismo-estado. Con lo que, por cucho que se contradiga a los principios del «contrat social», se concede en vez de negarse, que Viernes no es Robinson y que Robinson no es Viernes, así es así debe ser; a cada cual lo suyo, y a todos la obligación y el honor de servir a un Ente que, para no ser confundido con la escuálida – máquina burocrática del «roi de Prusse» o de la «République française une et indivisible», se adorna con el título nobiliario de la Idea. Recluidos en el cerco de sus órdenes, los Robinson y los Viernes pueden miraras hostilmente con los ojos de sus intereses contratantes; no se tenga miedo, son intereses – cada uno en su esfera propia, por cierto – soberanos; pero la soberanía absoluta del Estado-Idea prohibe que sus soberanías relativas se transformen en recíproca reyerta. Los órdenes existen, es cierto, cada uno por si mismo, pero solo en cuanto «se trascienden»; tienen una fuerza ciertamente, pero la niegan por virtud dialéctica en la única fuerza verdadera y legítimamente soberana, la fuerza de la Idea-Estado. Son por naturaleza inarmónicos, poro con estas piedras heterogéneas el mismo «indefinible dispensador de vida», caro a la ideología democrática, edifica la armonía suplementaria preestablecida por el Estado-Idea.

Dado que, en el buen lenguaje marxista, Estado significa bastón, no sorprende que el árbol genealógico de la ideología burguesa de recambio parte de Hegel y termine en Hitler pasando por Bismarck, Crapoulinski, Mussolini, todos ellos liquidadores fracasados de una crisis, sino del pensamiento (como papá Hegel), sí del orden social capitalista.

¡Oh, virtuosa democracia de la era imperialista, qué bellamente has reunido en una síntesis los dos filones ideológicos que los padreo conscriptos de la clase dominante habían jurado irreconciliables para siempre! Mata dos pájaros de un tiro: para sobrevivir, agita la carta de un doble contrato social, uno entre las moléculas individuos y el otro entre los agregados órdenes (clases, decimos nosotros; capas, dicen los sociólogos; factores de producción, dicen los economistas); piden que a su eterna codificación se llegue a través del consenso, no por la fuerza. Nadie había firmado jamas el «contrato social» del mito democrático: hoy se trata finalmente de poner una buena firma ante un buen notario. Debemos reconocer con tristeza que para la clase dominante, hasta que siga obteniendo estos resultados, es verdaderamente la armonía preestablecida, el paraíso terrenal…

En la primera postguerra, la fascinación de la consultación popular y del recuento de votos había perdido eran parte de su brillo: rompiendo las cadenas de la «opinión», la clase obrera había vuelto a encontrar la fuerza; de contragolpe, la clase burguesa había desenterrado el bastón. Fue necesaria la contrarrevolución estaliniana para que la segunda carnicería mundial, devoradora de decenas de millones de pobres Viernes y de – infinitamente menos – bien alimentados Robinson, diera nuevamente lustre a una orgía de «llamamientos a las urnas», y para que en la inminencia y – con mayor razón – en el curso de la stagflation, la orgía se transformase en saturnales. Se vota para el parlamento central y los parlamentos federales, para las administraciones comunales y las juntas regionales, se vota para el parlamento local y el europeo, para gobernadores y presidentes, para el consejo del barrio si existe y para que nazca si todavía no ha tenido la suerte de ver la luz, para el inicio y el cese de una huelga, aquí para la administración de la escuela, allí para la gestión do la fábrica, donde no existe el referéndum existe la «iniciativa», se depone al voto en la urna en elecciones de primer y segundo grado, al vértice y a la base, de la cuna al féretro. Jamás han apelado tanto a la «persona libre y soberana»; jamás la persona ha creído tan ilusoriamente ser «libre y soberana» por ser llamada a dar su parecer en todos los campos, a todos los niveles, para todas las cuestiones; nunca ha visto con menos claridad que hoy que detrás de ese torbellino de votos, tan cerca del mítico sueño de la democracia directa, y la araña gigante del Estado burgués teje su monstruosa red cada vez más espesa, y la enriada. La superdescentralización democrática de hoy es la otra cara de la supercentralización capilar del dominio de clase del imperialismo: no es el proletariado convertido en cito en quien vigila la máquina cada vez más pesada del poder – es la máquina del poder quien lo vigila con ojos de lince multiplicados por el número de llamamientos a la opinión pública; no es Robinson, y todavía menos Viernes, que despierta del sueño, son los efectos soporíferos del respete de las «reglas de la mayoría» que le precipita en el letargo; no está creciendo la conciencia política de las masas, es el suministre de tranquilizantes anti-crisis de opio anti-revuelta, lo que aumenta pavorosamente. Reducido a sí mismo, a su pobre músculo pensante, a su atomismo de explotado, atontado por lo demás, el individuo-proletario se arrodilla frente al status quo y a la opinión dominante; siervo, es una especie de cogerente honorario, no estipendiado pues aunque full-time, del régimen que lo explota, pero con la alegría y el orgullo del consenso. Es una redecilla de la volonté générale; para halagarlo, los filósofos, sociólogos, sicólogos, economistas y curas, le dicen: de la Idea.

El reverso de la misma medalla es que la democracia no les niega más el pertenecer a una clase, incluso a una organización representativa de la clase (como se la negaba en los lejanos tiempos de la loi Chapelier); pero a las clases se les pide de estipular y, lo que es más importante, de observar – voluntariamente, desde luego – el novísimo contrato social experimentado ya con éxito en Suiza, la madre de todas las democracias, y, ahora, invocado por Wilson y Giscard, por Schmidt y Moro, por Indira Gandhi e Isabelita Perón. Cada una «soberana de su orden», las clases son llamadas (con un lenguaje distinto pero con el mismo contenido al Este que al Oeste), a deponer la propia soberanía particular para colaborar como buenas hermanas en el «bien común» del País y de su economía, encontrándose así metamorfoseadas de clases diversas y opuestas en «componentes» de una sociedad orgánica, transfiguradas en la armonía de la Nación, y a gozar, como los santos de antaño, en el holocausto de si mismos. Que, estando en realidad la Nación dividida en dos naciones, o sea en dos clases antagónicas, como ya Carlyle lo sabía, una dominante sobro la otra, la única en beneficiar del «bien común» sea la primera, e – lío es tan irrelevante para el mecanismo lógico del nuevo «contrato social» como lo era para el «contrato social» del viejo estilo, el hecho que el individuo libre y soberano sea el siervo y el súbdito de determinaciones objetivas, naturales y sociales, físicas y económicas. Sumergidos en cuanto personas en la gelatina uniforme de la voluntad general común, lo que importa es que los proletarios se sumerjan en cuanto clase en el interés nacional común, poco importa sí ese interés es ajeno. Existe el reformista declaradamente burgués -Wilson y Schmidt – que lo predica a nivel de gobierno y de fábrica; existe el reformista nominalmente aún obrero – Nenni o Berlinguer, Cunhal o Marchais – que no lo predica oficialmente, pero que lo practica de hecho; existo el reformista sindical tipo Lama, Maire o Séguy que trabaja pacientemente, codo a codo con el capitalista iluminado Agnelli o Ceyrac, por la institución per saecula seculorum del triángulo sindicatos – gobierno – patronato. A escala mundial, es el sueño corporativo fascista aplicado dulcemente.

El árbol se conoce por el fruto. Uno de ellos, entre tantos, puede verso en el prototipo de los balances de la «política, de réditos», e presentes y futuros, de cualquier país; en el balance Wilson-Healey. La respuesta instintiva del proletariado puedo ser vista en la explosión de huelgas «salvajes» en todas partes. Es una respuesta incompleta y negativa como torta forma de «desobediencia», pero es una señal. La perspectiva que ésta abre es que finalmente, de la martirizada pero indómita clase obrera, se alza el grito:
¡Destrocemos el contrato social de los padres;
destrocemos el contrato social de los herederos!
¡Muerte el opio del voto!
¡Muerte a la Paz del Trabajo!

Notes:
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  1. «El principio democrático», 1922, republicado en nuestro folleto de texto «Partido y Clase». [⤒]


Source: «El programma comunista», № 17, Mayo 1975

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