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EL CURSO HISTÓRICO DEL MOVIMIENTO DE CLASE DEL PROLETARIADO


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El curso histórico del movimiento de clase del proletariado
Guerras y crisis oportunistas
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El curso histórico del movimiento de clase del proletariado

Guerras y crisis oportunistas

Las primeras manifestaciones de una actividad de clase del proletariado acompañan desde su comienzo al advenimiento del régimen burgués. Inmediatamente después de haber ofrecido al Tercer Estado revolucionario todo su apoyo y alianza, el Cuarto Estado, es decir, la clase de los trabajadores, intenta avanzar, esperando ver en seguida cumplidas las promesas que la joven burguesía hizo a sus socios. Los primeros choques se producen pronto, y en ellos la burguesía usa contra las tentativas obreras la misma estructura terrorista que ya empleó para demoler la contrarrevolución feudal. En la Revolución Francesa este aspecto histórico se manifiesta con la Liga de los Iguales, de Graco Babeuf, que intenta, inmediatamente después del Terror, un movimiento por la igualdad económica y social, que es aplastado con una despiadada represión por parte del Estado burgués.

Pero en todos estos primeros movimientos el aspecto clasista de la cuestión es todavía bastante confuso. Aún durante algunos decenios, estos primeros conflictos económicos entre patronos de las fabricas y asalariados, que conducen en Inglaterra, en Francia y también en otros países a choques sangrientos, se presentan como fenómenos históricos independientes de los primeros enunciados de sistemas socialistas y comunistas, en las cuales se esboza una crítica a la sociedad surgida de la revolución política burguesa y se reivindica un nuevo orden social que suprima la desigualdad económica.

Los teóricos de estos primeros enunciados no piensan que se deba confiar a las mismas masas sacrificadas la tarea de suprimir la injusticia económica, sino que, siguiendo la estela metafísica del Iluminísmo en el modo de pensar y proceder, creen poder influir sobre una indecisa conciencia política y moral colectiva, sobre las mismas clases dirigentes, sobre los jefes del Estado, sobre los monarcas.

La falta de sentido histórico y científico de estas primeras aspiraciones socialistas les lleva, con el fin de condenar la avaricia de la explotación capitalista, a hacer apología de las pasadas formas reaccionarias y feudales. En otros sistemas más modernos, pero siempre incompletos e inadecuados, son aceptados por los primeros socialistas los postulados y los resultados de la revolución burguesa democrática, buscando afanosamente en ésta un desarrollo histórico continuo, que pueda insertar en aquellos las ulteriores reivindicaciones capaces de reducir la enorme y creciente distancia económica entre las clases privilegiadas de los patronos y las masas trabajadoras pobres.

Una de las características esenciales de la nueva doctrina del movimiento proletario, la cual es proclamada por el «Manifiesto de los Comunistas» de Marx y Engels en el 1848, junto a los dos fundamentos de la concepción materialista de la historia y de la teoría económica de la plusvalía, es la superación crítica de toda forma de utopismo. La aspiración a la sociedad comunista no aparece ya como un proyecto de sociedad futura que deba prevalecer por las adhesiones que producen la equidad y la perfección de su trazado, sino que llega a ser el contenido mismo y el desarrollo último de la incesante lucha de clase entre capitalistas y trabajadores, que acompaña en todo su proceder histórico al régimen burgués. El advenimiento del socialismo no es un complemento y una integración de la democracia liberal, sino que es una nueva fase histórica que dialécticamente la niega, y que sucede a aquella únicamente a través del clímax insurreccional del conflicto de clase.

Mientras, de este modo se establecen las bases de la teoría comunista, sobresale en todos los ángulos del mundo capitalista el movimiento del proletariado. El trabajador, – a quien la conquistada libertad de vender su fuerza de trabajo, y el ambiente jurídico y psicológico individualista creado por la revolución burguesa no le dejan más alternativa que la aceptación supina de las condiciones patronales o la muerte por indigencia – reacciona ante esta inferioridad empleando en la práctica y antes de tener conciencia teórica una nueva arma: la asociación económica. Al mundo de la libertad individual ilimitada, que económicamente equivale a la facultad de la desenfrenada concurrencia, por la cual la patronal tiene la sartén por el mango al poder sustituir con un nuevo hambriento a cualquiera que rechace las condiciones de empleo, le va reemplazando un mundo nuevo: el de la organización sindical, que trata colectivamente las condiciones de trabajo para todos sus miembros, y que funciona más eficazmente cuanto mayor es el número de asalariados que consigue encuadrar.

El sistema teórico del derecho burgués liberal rechaza primeramente esta nueva forma, en cuanto su tendencia consiste en no admitir entre el individuo y el Estado otra estructura que no sea la del mecanismo de elección de delegados, que no se presta a trasformarse en un arma de la acción autónoma de clase. Por consiguiente, la burguesía, en su primera fase, condena las organizaciones económicas de los trabajadores, prohíbe las huelgas con sus leyes, y las rechaza con su policía.

Pero muy pronto, con el paso a la segunda fase aparentemente pacífica del liberalismo, la burguesía revisa sus intereses al consentir como legales las organizaciones económicas de los trabajadores. Cuando se las prohíbe con los medios del Estado, se empuja al proletariado más directamente hacia la lucha política, y se acelera la formación de su conciencia de clase; y esto pone de manifiesto que las conquistas sindicales, aunque sirven para mejorar momentáneamente la situación que los trabajadores sufren, no resuelven el problema social si no se afronta la fuerza dominante del poder político y del Estado.

Clarísima tarea, desde ese momento, del partido político de la clase trabajadora es la de hacer palanca sobre todas las agitaciones económicas de los trabajadores con el fin de establecer una mayor solidaridad entre las diferentes categorías de oficios, entre los trabajadores de las diversas ciudades y de las diferentes naciones, trasformando el movimiento en un esfuerzo general de toda la clase obrera contra los cimientos de las instituciones capitalistas, e induciendo a los trabajadores a preocuparse de las relaciones generales de toda la economía y de toda la política nacional y mundial.

El paso desde las agitaciones económicas locales y aisladas hasta el movimiento político general del proletariado se presenta como una extensión de la base del movimiento en el espacio, más allá de los límites de las fronteras, y como una extensión de su proceso en el tiempo, asumiendo como objetivo las realizaciones que están al final de todo el ciclo del movimiento de la clase proletaria dentro del mundo burgués y contra este. Tal tarea es asumida por la I Internacional de los Trabajadores, que sin embargo se encuentra con múltiples obstáculos debido a la inmadurez de las condiciones históricas generales.

La misma perspectiva de efectuar la primera revolución siguiendo las huellas directas de la tercera gran revolución burguesa de Alemania del 1848, habiéndose resuelto con una derrota de las fuerzas proletarias, contemporánea a la sufrida en otros países, particularmente en Francia, coloca al movimiento clasista en una situación de dificultad e incertidumbre doctrinal y organizativa, debido a las interferencias provenientes de las influencias burguesas, que se manifiestan o en tendencias pseudo-socialistas vagamente iluministas y humanitarias o en los éxitos del movimiento anarquista, el cual, desde el primer momento, se coloca en antítesis con el comunista marxista. El anarquismo presenta una solución aparentemente más radical del problema de la revolución, queriendo suprimir en una única y gran jornada de la guerra de clase a Dios, al patrón, y al Estado. En realidad, a esa concepción, importante por el hecho de que concibe como punto de llegada una sociedad sin explotación económica y por consiguiente, sin poder estatal, exactamente como la concibe el comunismo, le falta la justa valoración histórica del proceso propia del marxismo, según el cual el derrocamiento del poder político de la burguesía y la construcción de un Estado político del proletariado son los únicos medios reales que hacen posible la destrucción del privilegio económico capitalista; y solamente los proletarios, encuadrados en su consciente movimiento político de partido, pueden ser los protagonistas de tal batalla. El anarquismo, por el contrario, pone sus postulados como reivindicaciones metafísicas del Hombre en cuanto tal, considera las fases históricas que condicionan el ulterior proceso solamente como arbitrarias imposiciones a una libertad e igualdad natural innata en el individuo; y en un último análisis, a pesar de predicar el empleo de medios como la lucha armada, recae, en la esterilidad de los ideologismos burgueses.

El movimiento internacionalista surge de la crisis de la lucha entre Marx y Bakunin, y si se examina el proceso internacionalmente y a grandes rasgos, más o menos en la fase culminante del segundo estadio del ciclo político burgués, es decir, cuando el capitalismo, seguro ya de los peligros de retornos feudales, y sin estar todavía seriamente amenazado por la revolución proletaria, realiza a lo sumo en política el régimen democrático-parlamentario, y parece por algunos decenios alejado de grandes conflictos militares de alcance europeo o mundial.

En tal fase el movimiento proletario, reorganizado en la II Internacional, y apoyado en el florecimiento en todos los países de vastas organizaciones sindicales y de grandes partidos socialistas con amplias representaciones parlamentarias, aún proclamando su ortodoxia teórica a los dictados marxistas, se orienta progresivamente hacia nuevas concesiones revisionistas, que, casi insensiblemente, conducen a abandonar en realidad esa ortodoxia.

El revisionismo en sentido reformista desarrolla en su doctrina que aunque el capitalismo deberá hacer sitio a la economía socialista, ésta trasformación no comportará necesariamente la catástrofe revolucionaria y el choque armado de las clases. El Estado burgués puede ser, según esta concepción, progresivamente empapado de influencia proletaria, de manera que se transforme con sucesivas medidas legales y reformas sociales el carácter de su organización económica. De esta manera, por un lado se da la máxima importancia a las cotidianas conquistas sindicales, y por el otro a la legislación social provocada por los cada vez más numerosos representantes socialistas en los parlamentos burgueses. El ala derecha de esta corriente, aunque sea contra la resistencia de la parte mejor de los socialistas, propone abiertamente la alianza con los partidos burgueses de izquierda en las elecciones, e incluso la participación con los ministros socialistas en los gobiernos burgueses (posibilismo).

Otra corriente revisionista, el sindicalismo revolucionario, parece reaccionar ante el revisionismo reformista, por cuanto proclama contra el método de la colaboración sindical y parlamentaria el de la acción directa, y sobre todo el de la huelga general, que debería llegar hasta la expropiación de los capitalistas; pero en realidad se extravía también de la justa vía revolucionaria, ya sea porque surge de tendencias neo-idealistas y voluntaristas burguesas, ya sea porque cree erróneamente que la organización económica sola pueda realizar toda la tarea de la lucha por la emancipación del proletariado, empleando la fórmula: «el sindicato contra el Estado» en lugar de la fórmula marxista: «el partido político obrero de clase y la dictadura del proletariado contra el Estado de la burguesía». Las degeneraciones del reformismo habían conducido a la llamada izquierda sindicalista a confundir la acción política con la acción electoral y parlamentaria mientras que la forma históricamente exquisita de la acción política desarrollada por medio del partido debe ser considerada la acción de combate revolucionario.

En tal situación, y no sin la oposición de los socialistas marxistas revolucionarios, coherentes en todos los países con la doctrina política fundamental del proletariado, la Internacional proletaria se encontró ante los problemas del extendido imperialismo y de la guerra por los mercados.

En la primera guerra mundial, como desgraciadamente los revolucionarios desengañados debieron convenir con los reaccionarios burgueses triunfantes, se verificó la quiebra en el plano político de la II Internacional, que debía haber acogido el estallido de la guerra entre los Estados como el momento mejor para la insurrección de clase en todos los países y para el asalto al poder de la burguesía. En cambio, los partidos socialistas en casi todas partes se unieron a la política de los respectivos Estados, sustituyendo la consigna de la lucha de clase por la de solidaridad nacional.

El proletariado, que según el «Manifiesto de los Comunistas», no tenía nada más que perder que sus propias cadenas, habría descubierto, según las declaraciones de sus jefes, que había muchos patrimonios que salvar: la libertad y la independencia de la patria, y (según la concepción de que la movilización de la ideología de las masas por parte de sus dominadores se realizó de forma paralela a la movilización de sus brazos para la guerra) el contenido democrático de la revolución burguesa. Un imaginario fantasma había surgido en el mundo amenazando estas preciosas conquistas, era el del retorno de un Medievo despótico, absolutista, teocrático, feudal, personalizado en los regímenes de los Imperios Alemanes. La teoría, que falsificando toda evaluación marxista de la historia contemporánea, sometía los movimientos de la acción y de la política proletaria a este pretendido peligro, tuvo también éxito en Italia, y fue representada por el movimiento interventista, que apoyó la participación en la guerra al lado de la Entente, y fue capitaneada por el mismo hombre que después llegó a jefe del régimen fascista.

En el seno del movimiento proletario, la reacción a este desastre teórico, organizativo, y político fue representada por las fuerzas que fundaron la Tercera Internacional, reuniéndose alrededor del partido proletario revolucionario de Lenin, que realizó en Rusia la primera victoria del proletariado en la lucha por la conquista del poder en un gran país.

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A veinte años de distancia, y en presencia de la segunda gran guerra imperialista, la presentación de la situación mundial, efectuada con medios todavía más imponentes con el fin de aprisionar la ideología de las clases proletarias, ha sido perfectamente análoga a la de la primera guerra mundial. También esta vez la propaganda del imperialismo capitalista ha trabajado, desde cualquier parte del frente, para construir un espejismo artificial, en nombre del cual la clase obrera de cada país debía desistir de cualquier idea de batalla social, y unir sus fuerzas a las de los Estados dominantes en nombre de la solidaridad nacional.

Tanto los fascistas y nazis, como los demócratas en el otro bando, se han batido en resumen bajo la misma consigna: concepto de pueblo en lugar de concepto de clase, combinación política de todos los partidos nacionales en la guerra y por el esfuerzo de guerra. En Italia, en sustancia, es el mismo discurso que por todas las tribunas fue lanzado a las masas expectantes, antes y después del 25 de julio, aquí y allá del frente móvil que distinguía las dos Italias: unidad nacional, unión de todas las clases, guerra y victoria.

Por cuanto concierne al campo en el que en realidad nos encontramos, el fantasma del 1914 ha sido reconstruido con mayor habilidad y con los recursos más potentes que nunca los medios técnicos modernos hayan ofrecido a la propaganda: en el lugar de Guillermo II, maquillado por los mussolinistas de entonces, está hoy el Eje nazi-fascista y la grotesca figura del mismo Mussolini en una nueva edición, y del dictador Hitler, cuyas crisis psiquiátricas habrían devenido los motores de la historia en lugar de los contrastes de los intereses económicos y de los privilegios sociales.

El proletariado mundial no tendría más deber que el de defender una de las partes del frente: de este lado debe ser un soldado disciplinado, del otro lado revolucionario derrotista; y, como se comprende, pasando el frente, se encuentra el equipo propagandista exactamente puesto al revés.

El problema es de un alcance formidable, pero desde luego se puede asegurar que la restauración de la orientación política del proletariado no se puede conseguir sin despedazar despiadadamente este aparato gigantesco de falsificaciones.

Aquí no puede haber más que una elección: por un lado, la tesis, que es patrimonio común de todos los hombres modernos de cualquier condición social, según la cual hay que defender una serie de conquistas amenazadas por el fantasma de la reacción fascista, y este peligro justifica el abandono de toda revolución y lucha de clase; y por otro lado, el sistema de tesis sobre el cual repetidas veces se edificó, se encuadró y se lanzó en la acción teórica el movimiento de emancipación del proletariado. Si este movimiento puede todavía reconstruirse y prepararse para nuevas batallas, solo lo podrá hacer, tanto nacional como internacionalmente, liberándose de los esquemas de las doctrinas de la solidaridad clasista construidas por un lado con la mística y la teología de la patria y de la raza, y por el otro con la del liberalismo para uso interno y externo, del cual serían depositarios por su tradición de honestidad y de gentilhommerie política algunos países del mundo capitalista.

Así como la III Internacional fue fundada por Lenin y dirigida a la gran victoria revolucionaria de Rusia partiendo de la crítica del oportunismo socialdemocrático y socialpatriótico, que había determinado el hundimiento de la II, así el primer paso hacia el resurgir de la Internacional revolucionaria del proletariado es la crítica al neo-oportunismo en el cual la misma III Internacional ha caído, llegando a su liquidación también de forma oficial. El fenómeno, mejor dicho, resulta más imponente por su gravedad y su extensión en la actual crisis del movimiento proletario, que ha acompañado a la segunda guerra mundial.

Con la palabra «oportunismo» no se quiso expresar en los años 1914–1919, un simple juicio moral sobre la traición de los jefes del movimiento revolucionario, que en el momento decisivo se revelaron agentes de la burguesía, difundiendo consignas diametralmente opuestas a las de la propaganda que habían desarrollado durante años. El oportunismo es un hecho histórico y social, es uno de los aspectos de la defensa de clase de la burguesía contra la revolución proletaria; al contrario puede decirse que el oportunismo de las jerarquías proletarias es el arma principal de esta defensa, como el fascismo es el arma principal de la estrechamente conexa contraofensiva burguesa; así que los dos medios de lucha se integran en un fin común.

En el estadio imperialista el capitalismo procura dominar sus contradicciones económicas con una red central de control, tratando de coordinar con un hipertrófico aparato estatal el control de todos los hechos sociales y políticos, y para ello modifica su acción con respecto a las organizaciones obreras. Al principio, la burguesía las había condenado; más tarde, las había autorizado y dejado crecer; en este tercer periodo, la burguesía comprende que no puede ni suprimirlas ni dejarlas desarrollarse autónomamente, y se propone encuadrarlas con cualquier medio en su aparato de Estado, en aquel aparato que era exclusivamente político a principios del ciclo y que llega a ser, en la época del imperialismo, político y económico al mismo tiempo: el Estado de los capitalistas y de los patronos se transforma en Estado-capitalista y Estado-patrón. En esta vasta estructura burocrática se crean puestos de dorada prisión para los jefes del movimiento proletario. Por medio de mil formas de arbitrajes sociales, de instituciones asistenciales, de entidades con una aparente función de equilibrio entre las clases, los dirigentes del movimiento obrero dejan de apoyarse sobre sus fuerzas autónomas, y son absorbidos en la burocracia del Estado.

Como es comprensible, esta jerarquía, mientras demagógicamente adopta el lenguaje de acción de la clase y de las reivindicaciones proletarias, deviene impotente a cualquier acción que se ponga contra el aparato del poder burgués.

La característica del oportunismo es dada por el fenómeno según el cual en los momentos críticos de la sociedad burguesa, que eran precisamente aquellos en los que se tenía la intención de lanzar la consigna por las máximas acciones proletarias, los órganos directivos de la clase obrera «descubren» que es por el contrario necesario luchar por otros objetivos, que no son ya los de clase, sino que hacen necesaria una coalición entre las fuerzas de clase del proletariado y una parte de las burguesas.

Puesto que la conciencia política de los trabajadores reposa sobre todo en el vigor y en la continuidad de acción de su partido de clase, cuando los jefes, los propagandistas, la prensa de éste, de improviso, en la apertura de una situación decisiva, hablan el inesperado lenguaje que les es inspirado por la acertada maniobra de movilización de los oportunistas por parte de la burguesía, a continuación sigue la desorientación de las masas, y la quiebra, casi segura, de cualquier tentativa de acción independiente.

Cuando el oportunismo de la II Internacional, abriendo un verdadero abismo bajo los pies del proletariado en marcha, «descubre» que los objetivos del socialismo debían dejarse a un lado, y que se debía pasar a combatir por los de la independencia nacional o los de la democracia occidental (en Alemania se trataba de luchar por la cultura y la civilización contra la reacción zarista y asiática…), sin embargo los jefes oportunistas afirmaron que se trataba solamente de conceder a la burguesía una tregua momentánea, y que una vez terminada la guerra, la lucha de clase y el internacionalismo serían de nuevo puestos en primer lugar. La historia mostró el engaño de esa promesa puesto que, cuando el proletariado en Rusia (victoriosamente) y en otros países pasó a la lucha contra el poder burgués, la estructura de la jerarquía oportunista social-democrática se unió a los burgueses más reaccionarios en el intento de derrotar la revolución.

En el período de la segunda guerra mundial, el oportunismo que ha conquistado las filas de la III Internacional – cuyo proceso histórico se puede indagar mejor siguiendo el desarrollo de Rusia desde 1917 hasta hoy – ha dado una discurso más adelantado que la del clásico oportunismo desbaratado por Lenin. Según el plan de los nuevos oportunistas, la burguesía obtendrá una tregua de toda lucha de clase, y más bien una directa colaboración en los gobiernos nacionales como en la construcción de nuevos organismos internacionales, no solo por todo el periodo de la guerra y hasta la derrota del monstruo nazista, sino por todo el periodo histórico sucesivo, del que no se vislumbra el final, durante el cual el proletariado mundial debería vigilar, de común acuerdo con todos los organismos del orden constituido, que el peligro fascista no resurja, y colaborar en la reconstrucción del mundo capitalista devastado por la guerra (y con ello se entiende por la guerra del Eje). Por lo tanto, el oportunismo no promete ni siquiera el retorno después de la guerra a la autonomía de acción de clase de los trabajadores.

Esta colaboración en la reconstrucción de la acumulación capitalista destruida en la tragedia bélica no es en realidad otra cosa que el más feroz sometimiento de la fuerza de trabajo a una doble extorsión; la que genera el beneficio normal del patrono, y la que vendrá de reconstruir el colosal valor del capital destruido. Esta fase será para la clase dominante más onerosa bajo otras formas que la de la sangrienta guerra, y el nuevo organismo internacional al que se quiere asegurar la colaboración proletaria, bajo el pretexto de garantizar la seguridad y la paz, será el primer ejemplo de entramado conservador mundial, dirigido a perpetuar la opresión económica y a despedazar todo conato revolucionario.

En la construcción del programa político del partido comunista internacionalista, que tenía la misma tarea que tuvieron de 1914 a 1919 los grupos de la II Internacional luchando contra el oportunismo, deberán ser precisados como puntos esenciales de una plataforma de opinión, de organización y de batalla los juicios y las posiciones hacia todos estos fenómenos dominantes del mundo moderno y del desarrollo histórico que atravesamos, haciendo esta precisación plenamente coherente con las tradiciones del marxismo revolucionario.

Es un proceso histórico normal que la clase burguesa consiga combatir a la clase obrera, para realizar sus postulados no solo cuando estos tienen un valor histórico revolucionario (como en la Francia del 1789, en la Alemania del 1848, en la Rusia del 1905 y de febrero de 1917), sino también cuando se trata de otros menos decisivos desarrollos históricos del devenir capitalista. Apenas las falanges proletarias han cumplido su tarea de potentes aliados, e intentan en el ímpetu de los acontecimientos representar un papel autónomo, la burguesía, aun sin necesidad de sustituir los encuadramientos políticos que usaron sus ideologías de izquierda, emplea el poder estatal sólidamente conquistado para batir y dispersar con violencia las formaciones proletarias (como en Francia en 1848 y en 1871, en Alemania en 1918, en Rusia, permaneciendo por primera vez derrotada, de 1917 a 1920).

El partido de clase del proletariado debe saber prever que también al término de esta guerra, después de la invitación y los grandes éxitos junto a la burguesía de los países aliados en la lucha contra el fascismo (invitación a la que han respondido no solo los jefes oportunistas del movimiento obrero en todos los países, sino también grupos generosos y engañados de combatientes partisanos) seguirá, como ya ha seguido en muchos países llamados liberados, una represión no menos decidida que la fascista, contra las tentativas de estos organismos irregulares armados de realizar objetivos propios y autónomos, y de mantener localmente el poder conquistado combatiendo contra los alemanes y los fascistas.

El mismo movimiento de organización económica del proletariado será aprisionado, exactamente con el mismo método inaugurado por el fascismo, es decir, con la tendencia al reconocimiento jurídico de los sindicatos, lo que significa su transformación en órganos del Estado burgués. Estará claro que el plan para vaciar el movimiento obrero, propio del revisionismo reformista (laborismo en Inglaterra, economismo en Rusia, sindicalismo puro en Francia, sindicalismo reformista a la Cabrini-Bonomi y más tarde Rigola-d’Aragona en Italia) coincide en sustancia con el del sindicalismo fascista, el del corporativismo de Mussolini, y el del nacionalsocialismo de Hitler. La única diferencia está en que el primer método corresponde a una fase en la que la burguesía piensa únicamente en la defensiva contra el peligro revolucionario, y el segundo a la fase en la que, por el incremento de la presión proletaria, la burguesía pasa a la ofensiva. En ninguno de ambos casos ella confiesa hacer obra de clase, sino que proclama siempre querer respetar la satisfacción de ciertas exigencias económicas de los trabajadores y realizar una colaboración entre las clases.

Ya que la segunda situación, de la contraofensiva fascista (que acelera la insidiosa absorción oportunista del movimiento obrero entre los resbaladizos tentácudel pulpo estatal pasando a su abierta y violenta demolición), se verifica generalmente en los países derrotados o duramente afectados por la guerra, esta vez la coalición contrarrevolucionaria mundial se cuidará bien de abandonar incontrolados los territorios de los países vencidos, pero instaurará una guardia de clase internacional, permitirá solamente organizaciones controladas y administradas, vigilará, como se anuncia, por muchos años, para impedir no ya la hipotética dictadura de derecha, sino cualquier forma de agitación social.

Serán así controlados no solo los países vencidos, sino los mismos países aliados liberados de la ocupación enemiga. Es más, se efectuará una dictadura de los grandes conglomerados estatales. Los Estados menores caerán en un régimen colonial, no tendrán ni economía susceptible de vida propia, ni autonomía de administración y de política interna, y aún menos, apreciables fuerzas militares susceptibles de libre empleo.

Una situación análoga, pero menos delineada, tuvo lugar en Europa entre las dos guerras, después de la paz de Versalles, inspirada en el clamoroso engaño de las hipócritas ideologías wilsionanas. Se habló, entonces, en las tesis comunistas, de opresión nacional y colonial, paralela a la opresión de clase que el imperialismo ejercitaba en las metrópolis. Hoy, con una América que ya no simula su aislacionismo, sino que interviene tanto en la paz como en la guerra en los asuntos de todos los continentes, será más indicado hablar de una opresión estatal, de vasallaje de los pequeños Estados burgueses respecto a los grandes y pocos monstruos estatales imperiales, así como vasallos de estos son los patronos terratenientes y neocapitalistas en los países de los pueblos de color.

En vez de un mundo de libertad, la guerra habrá portado consigo un mundo de mayor opresión. Cuando el nuevo sistema fascista, aportación de la más reciente fase imperialista de la economía burguesa, lanzó una amenaza política y un desafío militar a los países en los que la rancia mentira liberal aún podía circular como supervivencia de una fase histórica superada, dicho desafío no dejaba al agonizante liberalismo ninguna alternativa favorable: o los Estados fascistas ganaban la guerra, o la ganaban sus adversarios, pero con la condición de adoptar la metodología política del fascismo. No se trató de un conflicto entre dos ideologías o concepciones de la vida social, sino del necesario proceso de llegada de la nueva forma del mundo burgués, más acentuada, más totalitaria, más autoritaria, más decidida a todo esfuerzo por la conservación y contra la revolución.

• • •

El movimiento de la clase obrera, que reaccionó insuficientemente ante las sugestiones que la propaganda burguesa puso en marcha para presentar la primera guerra imperialista, con el falso esquema del conflicto entre dos ideologías y dos diferentes destinos del mundo moderno, de igual forma y aún más gravemente ha caído en ambos lados del frente en la análoga propaganda de la presentación ideológica de la guerra actual. Es indispensable para el porvenir de la Internacional revolucionaria que sea restaurada la posición crítica proletaria sobre el significado de la guerra.

Los Estados militares no entraron en conflicto para imponer al mundo regímenes sociales similares a los que rigen en sus propios países. Esta es una concepción voluntarista y teleológica: si fuese aceptable, significaría que el método marxista es abandonado.

La guerra es indudablemente una resultante de causas sociales, y sus éxitos militares se insertan como factores de primer orden en el proceso de trasformación de la sociedad internacional, interpretado de forma materialista y clasista. Pero ha renegado del marxismo quien cree que las guerras se pueden explicar con el mísero bagaje teórico que hace de ellas otras tantas cruzadas.

Las guerras no son decididas por la crueldad o por la ambición de los gobernantes y de los emperadores; o, al menos, es preciso elegir entre esta explicación de la historia y la radicalmente opuesta propia de los marxistas.

Muchas de las guerras que precedieron a la fase del modernísimo imperialismo sirvieron para acelerar el desarrollo revolucionario de la época burguesa, como sucede especialmente entre 1848 y 1878. Pero en las mismas guerras de la época napoleónica el esquema filosófico-ideológico de explicación cae en un clamoroso fallo.

Inglaterra, que en el camino de la revolución capitalista había precedido a Francia en casi dos siglos, se convierte, después de la Revolución Francesa, en sostén de las coaliciones contra ella, junto a las potencias feudales y absolutistas de Prusia, Austria, y Rusia. La explicación a este posicionamiento de fuerzas hay que buscarla en los particulares intereses del capitalismo inglés por aprovechar la posición estratégica de sus metrópolis para la conservación del ya preponderante imperio colonial mundial, evitando cualquier constitución de un Estado hegemónico en el continente.

Si el sofisma ideológico falla al tratar de explicar el posicionamiento militar de los Estados, no menos falso resulta cuando trata de aclarar el alcance de la victoria de los coaligados contra Francia, a pesar de la cual las directivas sociales y políticas del ordenamiento burgués prevalecen tanto en los países vencidos como en los vencedores.

Bonapartistas franceses y prusianos alemanes proclamaban por igual que eran los combatientes de la civilización y de la libertad. Vencieran unos u otros, era el inexorable devenir capitalista el que avanzaba y con muy distinto valor en el explicación del traspaso histórico se revela el método social clasista del marxismo, fundamentalmente inconciliable con el vulgar, escolástico y fariseo del «cruzadismo».

La Inglaterra burguesa e imperial pudo asistir neutral al conflicto de 1859, y aún al de 1870, que la misma Internacional de Marx – aun pudiendo inmediatamente después elevarse a la clásica interpretación del juego de las fuerzas de clase en el evento histórico de la Comuna parisina – define alternativamente como guerra de progreso contra el bonapartismo y como guerra de opresión del bismarckismo. Y el capitalismo inglés, en efecto, controlaba en aquel periodo que la segunda Francia napoleónica no llegase a ser centro imperial demasiado amenazante.

En la primera guerra mundial, crecido de modo impredecible el potencial económico del capitalismo germánico, los burgueses de Francia y de Inglaterra ponen en marcha desenfrenadamente contra el nuevo peligro las mentiras de la retórica liberal-democrática.

Lo mismo hacen en la segunda guerra mundial los adversarios de Alemania, ocultando bajo la cobertura alucinante de su aparato propagandístico las bases reales del conflicto, y volviendo a utilizar esa estructura de argumentaciones que, estando ya históricamente más que rancia, no se puede definir mejor que con el término «mussolinismo».

Desde su propio ángulo los regímenes del Eje planteaban su ostentosa campaña contra aquellos que definieron las «plutocracias» sobre una relación real, exacta desde el punto de vista marxista y plenamente diagnosticada por Lenin en el «Imperialismo», o sea, sobre la estridente desproporción entre la densidad de la población metropolitana y la extensión de los imperios coloniales, por la cual Alemania, Japón e Italia presentaban condiciones sociales antinómicas a las de Francia, Inglaterra, América y también Rusia: pero revelaron tanto en la conducta de guerra como en el mismo contraataque propagandístico su sujeción de clase y el temor reverencial por el principio del capitalismo plutocrático y por sus poderosas ciudadelas mundiales de Inglaterra y de América, que habían atravesado los últimos 150 años convulsos de historia sin fracturas, en la histórica continuidad de los potentes aparatos estatales.

El nazismo quiso desquitarse de los conglomerados estatales enemigos, dándoles a elegir entre el desastre militar y la concesión al odiado concurrente imperialista de una adecuada cuota del espacio explotable del planeta. Pero los capitalismos de Inglaterra (sobre todo) y de América soportaron impasibles los reveses militares de la guerra relámpago, apostando con increíble seguridad y a pesar de la gravedad del riesgo sobre la lejana victoria final. Tal hecho histórico representa uno de los más admirables empleos de potenciales actuaciones en el camino de la humanidad, pero al mismo tiempo es el más grande triunfo del principio de conservación de las relaciones vigentes, y la más grande e histórica victoria de la reacción.

Los Estados del Eje, y sobre todo Alemania, lanzados sobre el camino del éxito, que concebían solamente como un compromiso impuesto al enemigo sobre la común base de los planes del imperialismo fascista mundial, no intentaron ni siquiera hundir al menos uno de los fortines adversarios, el inglés, como quizá hubieran podido conseguir, si en vez de irradiar avances centrífugos por toda Europa, África, y después hacia el Oriente ruso (con el fin de asegurarse pruebas para el chantaje histórico), lo hubieran golpeado a fondo después de Dunquerque en la secular metrópoli con todos sus recursos. Elhundimiento de ésta, como sentía la burguesía ultra-industrial gobernante en el país de Hitler, habría hundido al capitalismo mundial, o por lo menos lo habría arrastrado a una crisis espantosa, poniendo en movimiento las fuerzas de todas las clases y de todos los pueblos atormentados por el imperialismo y la guerra, y quizá invirtiendo tremendamente las directivas sociales y políticas del coloso ruso aún inactivo.

La propaganda del Eje, en esta situación, silenciando los motivos anti-capitalistas con su falso tañido, se desacreditó totalmente en la denuncia del peligro del bolchevismo, intentando siempre provocar la solidaridad de la burguesía enemiga delante de la perspectiva de las consecuencias revolucionarias de una victoria rusa. Tal propaganda acabó colaborando en la desorientación de las fuerzas proletarias revolucionarias, induciéndolas otra vez más a esperar la revolución del desenlace de la guerra entre Estados y no de la guerra de clase; pero no sirvió para conmover a los estratos dirigentes de los gobiernos capitalistas anglosajones, confiando, en un balance exacto y justo, en la capacidad de su propio armamento económico y en la realidad de las relaciones sociales y políticas mundiales, y adoptando de lleno sin dudas ni contemplaciones los métodos totalitarios y centralizadores con su superior rendimiento técnico, político y militar, en seis años han vaticinado y efectuado la destrucción militar de su enemigo, llegando a ser con ello los vencedores pero también los ejecutores testamentarios.

Realizada esta victoria, se sentarán las bases para un desarrollo de la era capitalista imperialista-fascista que prevalecerá en los grandes países del mundo, y gravitará bajo una constelación de grandes Estados, señores de las clases trabajadoras indígenas, de las colonias de color, y de todos los Estados satélites menores en los países de raza blanca, constelación en la cual abiertamente entra la nueva Rusia, en la cual no parece que se dejará entrar a Francia, y en la que tal vez el mismo capitalismo alemán (aquel que ha dado los mayores éxitos en el grandioso experimento de la modernísima forma capitalista de control y dominio de las reacciones de la economía burguesa, realizando el más perfecto de los tipos del moderno Estado monopolista), a pesar del enorme derroche de maledicencias retóricas, podría tener un puesto mejor que aquel reservado a las mismas clases dominantes de los países menores, no solo enemigos sino aliados, es decir, de aquellos para cuya supuesta liberación de la opresión despótica se pregonó la presentación de esta bárbara, feroz y maldita guerra como una cruzada por una mejor y redimida humanidad.

Ante esta nueva construcción del mundo capitalista, el movimiento de la clases proletarias podrá reaccionar solamente si comprende que no se puede ni se debe añorar el pasado estadio de la tolerancia liberal, de la independencia soberana de las pequeñas naciones, sino que la historia ofrece una única vía para eliminar todas la explotaciones, todas las tiranías y todas las opresiones, que es la de la acción revolucionaria de clase, que en todo país, dominador o vasallo, ponga a las clases trabajadoras contra la burguesía local, con completa autonomía de pensamiento, de organización, de comportamiento político y de acción de combate, y por encima de las fronteras de todos los países, en paz y en guerra, en situaciones consideradas normales o excepcionales, previstas o imprevistas por los esquemas filisteos del oportunismo traidor, y una las fuerzas de los trabajadores de todo el mundo en un organismo unitario, cuya acción no se pare hasta el completo abatimiento de las instituciones del capitalismo.


Source: «Prometeo», núm.6, marzo-abril de 1947

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